Manué nos recibe con la misma alegría como si nos hubiera visto ayer y un residente de la zona se empeña en invitar la ronda a modo de bienvenida. Nos encontramos con dos espacios al frente para saborear la primera puesta de sol. Es temporada de volver.
Volver a donde cada atardecer tiñe las casas blancas del pueblo con una paleta de añiles, púrpuras y rosados.
Volver a donde el sol y la luna se encuentran en un face to face durante unos instantes cada día.
Volver a donde los chorlitos corretean por la orilla del océano jugando con las olas ajenos al vuelo de las gaviotas.
En la mesa de al lado, un grupo de chicos carnavaleros comparten sus últimas letrillas. Uno de ellos revela que desde septiembre está trabajando y deciden acudir a la orilla a brindar con una copa de anis. Es temporada de reencuentros.
Reencontrarse con paseos hacia la torre a la búsqueda de orejitas escondidas.
Reencontrarse con miradas que hablan, carcajadas cómplices y abrazos de corazón.
Reencontrarse con las viejas huellas del pasado que aún habitan el cuerpo.
La camarera nos expresa su sorpresa a la vez que su preocupación por una pareja de alemanes que desde mediodía beben más que comen. Ahora acaban de pedir una botella de vino, van a volver al hotel arrastrandoze, Fuaé, que disparate, comenta espontáneamente. La pareja, con la mirada flotando en el océano, mantiene esa sonrisa que delata estar en sintonía con el momento presente. Es temporada de estar con lo que hay.
De agradecer cada amanecer el camino junto al río que lleva a la shala donde me espera un abrazo y un boleto al centro de mi misma.
De confiar en que nada vuelve a ser igual dos veces, que no existen las despedidas frente al océano y que nadie duele para siempre.
De descubrir nuevos rincones, nuevas formas, nuevos senderos y amar cada gota de presente inhalado.
Se abre la temporada de soltar con amor todo aquello que el cuerpo recuerda.