Tras un arduo debate con la mat opté por dejarla enrollada y calzarme las zapatillas que claman cada día pisar la tierra de flechas amarillas.
En el desayuno una de las peregrinas americanas contó que perdió su iPhone en el tren dos días atrás mientras que el Apple Watch lo localizaba en ese momento en un pueblo a media hora de distancia.
De los geranios de la puerta de entrada están brotando flores rojas y blancas que dan la bienvenida al otoño. Se han instalado entre sus hojas un par de mantis religiosa, una grande y verde, y otra color paja, más pequeña.
Una peregrina argentina se marchó a las dos horas de llegar, dejando una maleta de treinta kilos de recuerdos para ir al encuentro de unos amigos en la siguiente aldea, Foncebadon.
Abrí la puerta a las 6.30 de la mañana y un cielo despejado repleto de estrellas me dio la bienvenida. Quise apagar la farola para disfrutar del espectáculo en profundidad pero no encontré piedra en el camino.
La peregrina irlandesa se sentó a mi lado después del almuerzo. Aunque le costaba caminar me contó que nunca había sido tan feliz como ahora.
Durante una semana los padres de la hospitalera vinieron a colaborar en las tareas del día a día y a refugiarse del sofocante calor del sur.
A la peluquera que encontré le brillaron los ojos cuando descubrió mi melena. Con cierta agilidad deshizo los nudos de pensamientos, diluyó la pesadez de las ideas y cortó de tajo con el apego a la que fui hace años.
© 2025 The Jumping Forest