Antes de comenzar la limpieza diaria me siento en la hamaca del jardín salvaje, para recargar los depósitos de vitamina D. Allí agradezco, celebro, rememoro e imagino mientras deposito la mirada sobre las montañas que se alzan majestuosamente frente a mi.
Aunque su reserva entró a última hora pudieron cenar con nosotros. El largo viaje que emprendieron el día anterior no hizo mella en su estado de ánimo.
Hay una falta de vitamina D, dice la doctora con cara de no haber dormido en las últimas 24 horas. Eso pasa por vivir en el hemisferio norte, comenta mientras intenta teclear con sus uñas naïf de diez centímetros de largo la receta en el ordenador.
El canto de los pájaros al amanecer no consiguió que mis ojos alcanzaran la luz. Permanecí unos instantes más abrazada a la consciencia de estar en el ahora. Con la mat ya desplegada se coló vía móvil una reserva de nueve peregrinos franceses.
En una revisión médica del colegio, un medico emitió un diagnóstico con vigencia de un año. A la semana, moldearon mi cuerpo con escayola, desde debajo de las axilas hasta las caderas.
Encontré un par de peregrinos españoles en el welcome a la hora de la cena. Llegaron sin mochila y con una viera colgada del cuello. Las gotas de sudor aún brillaban en la frente de uno de ellos. El otro se desplomó en el sillón aplastando a la pequeña lechuza.
El peregrino belga llamó mi atención mientras me disponía a tender la colada. Se protegía el cuello del calor con un paño de cocina unido a su sombrero con imperdibles.
Los vasos se resbalan de las manos haciéndose añicos, voy soplando las telas de araña y espantando a sus huéspedes, las picaduras dibujan un mapa enrojecido en mi piel y las ortigas invasoras apuntan al corazón.
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