Once días de rutina controvertida. Ocho prácticas completas. Una repentina menstruación. Sesenta pares de chanclas en los escaleras de acceso a la sala.
Un rickshaw con cientos de cocos al terminar. Decenas de gotas de sudor impregnando la piel de un brillo inusual. Cien minutos de respiraciones sonoras. Un amplio repertorio de pensamientos perturbadores. Un par de atrevidas sonrisas. Cero ansias y un estado del ser en plenitud en cada savasana.
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Cada mañana un chico de nueve años limpia con una manguera la puerta de su casa antes de ir a la escuela. Su vecina dibuja el rangoli, la pintura decorativa, frente a la verja de entrada y pone restos de fruta en una bandeja. La vaca que la acecha se acerca tranquilamente a degustar uno de sus desayunos. La casera me ofrece una enciclopedia sobre Krishna que rechazo avergonzada por exceso de equipaje, en la despedida introduce en la bolsa un pequeño libro sobre Chanting. Un joven de unos trece años está sentado junto a una pequeña mesa repleta de protectores de pantalla para el teléfono en la acera de una avenida congestionada de tráfico. Con la mirada volcada hacia su interior el joven permanece dentro de su burbuja ajeno al movimiento caótico de su alrededor. Nada parece alterarle.
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Cada día despliego la mat a la par que agradezco el estar aquí, el estar en mi. Mas allá de esta sala donde todo empezó y de la energía que envuelve el practicar en la fuente permito que la burbuja que todo lo envuelve se expanda con cada inhalación y abrace otras ciudades, países, continentes, mundos y universos, con la certeza de que la voz de la consciencia encuentre su espacio para expresarse y pueda emerger la verdad ante el ruido ensordecedor de los cláxones.