La americana quiso intercambiar el día con la hospitalera, quedarse en casa, cocinar, limpiar, echar la siesta.
Se convirtió en tradición meter los pies en el mar mediterráneo a las doce de la noche mientras atrás quedaban las litronas, los cigarritos y alguna persona durmiendo la mona.
Desde Argentina llegó buscando sus ancestros con una partida de nacimiento y dos apellidos. Habló con las vecinas a la búsqueda de pistas y con los hospitaleros sobre los hermosos lugares de su país.
Hace diez años llegué al albergue municipal de Burgos con una mochila cargada de dolor, miedo y una pizca de valentía. Nada más empezar a caminar al día siguiente me perdí y para medio día me había generado una ciática que posiblemente me llevaría al hospital.
Los últimos peregrinos españoles derribaron algunos prejuicios de los hospitaleros. Dos amigas canarias les hablaban de usted y vitorearon el desayuno con palmadas.
En el day off cambié la maragateria por el bierzo y la lluvia por el sol. La carretera para acceder al valle fue sinuosa, la berza coloreaba las montañas de rosa y el silencio era embriagador.
Con un australiano dentro de la ducha la caldera dejó de funcionar. Mientras los hospitaleros buscaban afanosamente la solución los tres aussies interrumpían con súplicas de agua caliente.
Una peregrina italiana que salió a caminar a las cinco de la tarde quiso hacer el checkin a las diez de la noche y ese día la hospitalera se angustió un poco. Al día siguiente estampó el sello en una credencial gaditana y se le pasó el disgusto.
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