La plaça major se llenó de charcos de agua tras la lluvia de las últimas horas. El cielo rugió con truenos y relámpagos que amortiguaron el calor que abrasa esta vila catalana.
Ella siempre caminaba con un quemazón en el bajo vientre, un ardor que le inflaba el estómago confundiéndolo a veces con los primeros meses del embarazo.
Un olor a rancio y un par de pequeñas moscas revoloteando atraen mi atención hacia la despensa. Encuentro un par de plátanos solicitando auxilio y cumplo su deseo.
Hace nueve años que retengo el tiempo antes de festejar el solsticio de verano para revisar, a nivel fotográfico, lo que ha sucedido en el último año. Para facilitar este proyecto de introspección lo acompaño de la libreta donde brotan los sentimientos en formas de palabras.
Durante dieciséis meses he acarreado la esterilla de yoga en un lateral de la mochila de cincuenta litros. Jamás se convirtió en un lastre por más que depositara en ella miedos, inquietudes y cuestionamientos.
Los rayos de sol se colaban por la gran cristalera de la segunda planta del bus y la añoranza de otra vida fluía con intensidad. Las nubes conformaban guiños al pasado y los majestuosos árboles despertaban los olores de la etapa inglesa.
Antes de abrir la puerta atorada del campo base coloqué la llave del buzón en su ranura e inspiré profundamente antes de proceder a su apertura. Recogí las cartas que cayeron al suelo y pude entrever el Kia Ora que llegó de Nueva Zelanda.
Cuando abrí la puerta de mi habitación en casa de mis padres me asaltaron un regimiento de recuerdos infantiles, y una Nancy con traje de flamenca y un par de barriguitas me abrazaron fuerte..
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