En una revisión médica del colegio, un medico emitió un diagnóstico con vigencia de un año. A la semana, moldearon mi cuerpo con escayola, desde debajo de las axilas hasta las caderas.
Encontré un par de peregrinos españoles en el welcome a la hora de la cena. Llegaron sin mochila y con una viera colgada del cuello. Las gotas de sudor aún brillaban en la frente de uno de ellos. El otro se desplomó en el sillón aplastando a la pequeña lechuza.
El peregrino belga llamó mi atención mientras me disponía a tender la colada. Se protegía el cuello del calor con un paño de cocina unido a su sombrero con imperdibles.
Los vasos se resbalan de las manos haciéndose añicos, voy soplando las telas de araña y espantando a sus huéspedes, las picaduras dibujan un mapa enrojecido en mi piel y las ortigas invasoras apuntan al corazón.
Ese día al abrir la puerta del albergue me encontré a una joven peregrina sentada junto al peregrino de piedra. Su sonrisa me atrapó de inmediato y difuminó cualquier rastro de inquietud que hubiera.
Acá la intensidad oscura. En lo buenos momentos y en los no tan buenos. Hace días que se siente la poderosa energía del universo. El canto del gallo hoy despierta más temprano de lo normal.
Esta luna llena eclipsada se cuela en la madrugada por la ventana y otorga de una brillante luz a la oscuridad mental. Emergen construcciones simbólicas fieles al estilo junguiano que generalmente escapan al entendimiento más racional.
Casi es un hábito en noches de luna despertar de madrugada con el descanso ya acontecido en el cuerpo. Y así me quedo escuchando el ulular de la lechuza expandiéndose en el silencio nocturno.
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